En México se vivió una serie de transformaciones de diversa índole antes de la crisis de 1982. Desde inicios de siglo, la tradición jacobina inspiró en nuestro país un sistema político caracterizado por la centralización del poder, el cual se articulaba en torno a 3 ejes: un Estado Federal, una institución presidencial paternalista y proclive a manipular la ley, y un partido hegemónico encargado de organizar la representación y participación de la sociedad. Las decisiones del presidente determinaban el debate político, y la noción de que el Estado era una herramienta para el cambio propició en la práctica la prominencia de la institución presidencial. Esta relación de subordinación del Poder Legislativo respecto al Ejecutivo existió desde años atrás, pero se acentuó a finales del sexenio de López Portillo.
Desde la década de 1940, las reglas informales que encuadraban la relación entre el Estado y el sector privado excluían a éstos últimos de la actividad política. A cambio de esto, los empresarios podían dar por hecho la estabilidad laboral gracias al control del Estado sobre los sindicatos, así como la continuidad de la política económica que generalmente les favorecía. Esta estrategia de centralizar el poder en la figura del presidente, si bien era autoritaria y antidemocrática, se manejó con la cautela y prudencia adecuadas, pues el actuar del presidente se veía influenciado de forma indirecta por la postura de los grupos de interés existentes. Como menciona Carlos Elizondo: “Un marco legal que otorga demasiado poder discrecional sería insostenible si no existieran las reglas informales…”.Esta combinación de reglas formales e informales iba a cambiar drásticamente durante los años setenta. Desde los años treinta, el gobierno mexicano se preocupó por tener una política económica enfocada en el desarrollo de infraestructura básica, así como en compensar las fluctuaciones externas con diversos instrumentos de política económica, manteniendo al mismo tiempo finanzas públicas sanas. Esto sentó las bases para el período de nuestra historia económica que ahora conocemos como Desarrollo Estabilizador.
El mismo año, López Portillo, recién nombrado depositario del poder ejecutivo, hereda una crisis económica profunda y un estricto programa de estabilización con el Fondo Monetario Internacional. Ante la adversidad de la situación, el nuevo presidente diseñó una estrategia económica para su sexenio que constaba de tres etapas bianuales; éstas tenían el objetivo de superar la crisis, estabilizar la economía y reanudar el crecimiento sobre bases no inflacionarias. A diferencia de Luis Echeverría, José López Portillo trató en cierta medida de restablecer el orden y de mejorar las relaciones con los empresarios y la clase media. La firma de la Alianza para la Producción con los grupos del sector privado y la reforma electoral a inicios de su administración mostraban una actitud conciliadora y sensata. Sin embargo, ésta percepción de congruencia se empezó a disolver al grado de ser evidente su incapacidad de manejar a su gabinete. La ola de remociones de funcionarios que tuvo lugar en su sexenio agravó las tensiones que Echeverría dejó en el sistema político mexicano y con el tiempo, mandó un mensaje que socavó la confianza del sector privado, provocó la fuga de capitales y contribuyó de manera importante a la crisis de 1982.
Desde la década de 1940, las reglas informales que encuadraban la relación entre el Estado y el sector privado excluían a éstos últimos de la actividad política. A cambio de esto, los empresarios podían dar por hecho la estabilidad laboral gracias al control del Estado sobre los sindicatos, así como la continuidad de la política económica que generalmente les favorecía. Esta estrategia de centralizar el poder en la figura del presidente, si bien era autoritaria y antidemocrática, se manejó con la cautela y prudencia adecuadas, pues el actuar del presidente se veía influenciado de forma indirecta por la postura de los grupos de interés existentes. Como menciona Carlos Elizondo: “Un marco legal que otorga demasiado poder discrecional sería insostenible si no existieran las reglas informales…”.Esta combinación de reglas formales e informales iba a cambiar drásticamente durante los años setenta. Desde los años treinta, el gobierno mexicano se preocupó por tener una política económica enfocada en el desarrollo de infraestructura básica, así como en compensar las fluctuaciones externas con diversos instrumentos de política económica, manteniendo al mismo tiempo finanzas públicas sanas. Esto sentó las bases para el período de nuestra historia económica que ahora conocemos como Desarrollo Estabilizador.
Durante la década de los cincuenta, y hasta finales de
los sesenta, el ahorro interno fue casi suficiente para financiar la inversión total, y dentro del ahorro interno, el ahorro privado tuvo un papel sin duda predominante. De hecho,
el gobierno mexicano tomó decisiones de política económica encaminadas a promover la inversión, entre ellas el aumento de estímulos fiscales para incentivar a las empresas a reinvertir sus utilidades. Gran parte del crecimiento económico experimentado durante el Desarrollo Estabilizador tuvo su origen en la década anterior, cuando se invirtió fuertemente en el desarrollo de infraestructura básica, y ocurrió una expansión de la fuerza laboral, lo que consolidó el mercado interno. Además, los primeros años posteriores a la devaluación de 1954 tuvieron resultados muy positivos gracias a su adecuada implementación. La siguiente década comenzaron a aparecer signos de una incapacidad para generar suficientes divisas, y se percibían una serie de problemas que ponían en cuestionamiento la viabilidad de la economía en el largo plazo. En efecto, en los años posteriores varias medidas gubernamentales se desvirtuaron, posiblemente por una mala implementación. En la década de 1970, se cometieron errores en política económica que nos dejarían en medio de una crisis externa tan grave que prolongaría el estancamiento por más de 10 años. El gobierno de Luis Echeverría tuvo un inicio cauteloso en cuanto al crecimiento del gasto público, bajo el proyecto de “Desarrollo Compartido”. Sin embargo, terminó su gestión aumentando sin precedentes el gasto público y la inflación. La consecuente devaluación, combinada con el aumento en los salarios, agudizó la crisis económica y deterioró aún más las relaciones con el sector privado, proyectando una imagen de político de izquierda que no era bienvenida. Por primera vez desde los años cincuenta, el gobierno se dirigió al Fondo Monetario Internacional para pedir asistencia financiera, y a fines de 1976 se acordó un programa de estabilización.
El hecho de mayor trascendencia durante la gestión del presidente López Portillo fue, sin duda, el descubrimiento de los yacimientos de petróleo de Cantarell. Gracias a éstos, a la tendencia al alza de sus precios y al consecuente acceso al crédito internacional, México tuvo un mayor acceso a los mercados internacionales de crédito, lo que causó una modificación radical en la estrategia económica, que ahora buscaba promover un crecimiento económico espectacular dirigido por aumentos en el gasto público. Nuestro país logró crecer a tasas superiores al 8 por ciento entre 1978 y 1981, con aumentos del gasto público como porcentaje del PIB pasando de 39.5 a 47.2 puntos porcentuales entre 1977 y 1981. Sin embargo, de forma paralela empezaba a crecer el desequilibrio financiero en las finanzas públicas mexicanas y la deuda contraída con el exterior, así como la dependencia de la economía mexicana de las exportaciones de petróleo. Un aspecto más que sin duda influyó en el proceso de fin de sexenio de López Portillo fue la búsqueda de intereses privados. La lucha por conseguir la preferencia del presidente para la sucesión presidencial de 1982, así como la amenaza creíble de que cualquier funcionario podía ser removido si se equivocaba en su actuar, orilló a muchos funcionarios a tomar decisiones que agravaron la situación económica del país. Como ya se mencionó, el punto de quiebre del sexenio de López Portillo estuvo marcado por el descubrimiento de petróleo en nuestro país, y las decisiones de política económica que se tomaron una vez que el histórico lastre de la falta de recursos se creía eliminado. En retrospectiva, la naturaleza de estos choques externos fue dramáticamente malinterpretada por el gobierno mexicano. Se pensó que la tendencia al alza de los precios del petróleo sería una característica permanente de la economía internacional. Por un lado, las expectativas optimistas del gobierno mexicano eran compartidas por los bancos internacionales, que redoblaron sus préstamos a México.
Por otro, no todo el mundo compartía el optimismo: el sector privado mexicano inició un ataque especulativo sin precedentes contra el peso mexicano. Desde la primera mitad del 1981, más de 20,000 millones de dólares salieron del país en 18 meses. Ésta fuga de capitales se convirtió, por mucho, en la principal fuente de desequilibrios en la balanza de pagos. Además, la Reserva Federal de Estados Unidos decidió subir su tasa de interés, impactando aún más en la crisis de solvencia que se estaba gestando. En agosto de 1982, cuando ya casi no tenía reservas el Banco de México, el flujo de financiamiento internacional hacia México se interrumpió abruptamente. A ello siguieron nuevas y dramáticas devaluaciones, junto con la adopción temporal de un régimen de tipo de cambio dual, es decir, un régimen con dos tipos de cambio, uno para transacciones comerciales y otro para transacciones financieras. De esta forma, para 1981, el déficit presupuestario estaba fuera de control gracias al aumento inmenso en el gasto público. Además, a pesar de que López Portillo decretó en junio de 1981 una reducción en el gasto, la incapacidad del presidente para gestionar eficientemente su administración se vio reflejada en el hecho de que el gasto se vio fomentado dramáticamente por los temores alrededor de la contienda por la nominación presidencial. Así, los secretarios del gabinete económico le ocultaban los datos al presidente por temor a confrontarlo y quedar fuera de la contienda electoral.
La baja en los precios mundiales de petróleo en mayo de 1981 fue sin duda un evento trascendental. Jorge Díaz Serrano, el entonces director de Pemex y amigo del presidente, decidió de manera unilateral bajar los precios del petróleo para no perder la competitividad del crudo mexicano. A pesar de que sus decisiones tenían marcado cierto tinte electoral, pues se creía un fuerte candidato para la nominación presidencial, la decisión fue bastante sensata. Sin embargo, el gabinete económico decide destituirlo de su cargo e intenta obligar a los clientes de México a pagar precios más altos que los precios internacionales por el petróleo mexicano. La pérdida monetaria causada por ésta medida fue el menor de los problemas, pues los funcionarios, los gerentes empresariales y los economistas llegaron a la conclusión de que prevalecía el caos en el gabinete económico. La gravedad de la crisis financiera en 1982, a partir de una creciente fuga de capitales provocada por la caída del precio de petróleo, el cierre del crédito internacional, y la devaluación de la moneda en febrero de 1982, creó una situación extraordinaria que justificó, por lo menos para López Portillo, el recurso de la discrecionalidad presidencial. Además, el presidente creía con ingenuidad que el respaldo de sus mayorías históricas y de la base corporativista de su partido eran suficiente para imprimirle legitimidad popular a la grave decisión de estatizar la banca. Una de las medidas que pudieron ayudar a contrarrestar los efectos de la crisis habría sido un manejo prudente de la política cambiaria. Sin embargo, el anuncio de un sistema de cambios dual y de una serie de medidas para evitar la fuga de capitales, realmente terminaron por desestabilizar al tipo de cambio, deteriorando la confianza en el peso y culminando en el trágico anuncio de López Portillo el 1° de septiembre, mediante el cual implantaba un control integral de cambios y nacionalizaba la banca.
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